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CANELAS VILLARROEL, Hernán
1952-2009
Cuando supe que Nani había muerto me vino a la memoria una frase que repetía mi abuela materna: Los castillos se derrumban, los muladares se levantan. Nani y su familia eran un castillo y duele comprobar que se vino abajo como la caída de la casa Usher. Recuerdo a Teresita Villarroel Blanco, madre de Nani. Teresita amaba a sus hijos Toño y Nani. Toño integró la primera formación de Los Kjarkas y cantó en la legendaria Peña Ollantay, que su madre abrió en su espaciosa casa de la esquina Baptista y Colombia. Por allí pasaron artistas bolivianos memorables como Los Chaskas, Los Kjarkas, Zulma Yugar, Los Caminantes… y actuaron folkloristas internacionales como Jorge Cafrune, Horacio Guaraní, Los Chalchaleros, Los Cuatro de Córdoba… Teresita era una dama generosa, como su padre, pero un aciago día, cuando nada hacía pensar en la mala, Toñito Canelas accionó un arma supuestamente descargada y murió.
Nani estudió música en los Estados Unidos y alternó incluso con Carlos Santana. Era un músico puntilloso y exigente. Un día llegó, cuando su mamá administraba el Club Español, en la Esteban Arze, y allí tocó flamenco. Era virtuoso y delicado, un príncipe en el porte y la vestimenta, dotado del corazón generoso y cordial de sus padres.
Si se calla el cantor, calla la vida, dice Horacio Guaraní, pero hay otros silencios quizá más dolorosos que el de la vida, porque callan los amigos, callan los ingresos, calla el seguro social, calla la jubilación que jamás llegará. Si el artista ha perdido sus facultades deja de interesar a sus amigos de los tiempos de gloria; su presencia se vuelve incómoda; con el último hilo de voz y algunos arpegios, el artista en baja se gana apenas el vino que le invitan; ha empeñado o vendido el instrumento fino que cuidaba con tanto amor y toca las últimas notas en cualquier guitarra o piano del peor antro; y los amigos se aburren con él, ya no lo tratan como antes, ya no lo toleran, lo agreden incluso físicamente.
Si conserva algún puesto a costa de su arte, le retacean el sueldo, lo miran con desconfianza, lo menosprecian. Los mediocres que ocupan cargos superiores lo humillan, le echan en cara el cargo como si le estuvieran haciendo un favor; y si el artista cosecha éxitos, en su oficina lo rodea un silencio espeso, un ninguneo viscoso y vil. ¿Qué hace pues este tipo? Es medio tirado a artista. Ah, ¿y no ha estudiado nada? Dicen que música. ¿Nada más? ¡Ese es el concepto que se tiene del artista! Y entonces sólo espera la calle, la intemperie, el olvido. El poeta Félix Luna decía a propósito del suicidio de Alfonsina Storni: Sabe Dios qué angustia le acompañó, qué dolores viejos calló su voz… Recuerdo esos versos pensando en Nani. Quizá en sus últimos días se le borraron todos los recuerdos porque eran de otra vida, de otro Nani, de un tiempo luminoso que debió parecerle un sueño, aunque despertar de él y encontrarse con la intemperie fuera una pesadilla. Pero hay algo que salva al gran artista y es la memoria de los amigos. Murió Nani y su memoria es luminosa, es esa sucesión de imágenes de sus momentos de triunfo, cuando vivía rodeado del aplauso y la admiración del mundo, cuando vivía la inolvidable Teresita Villarroel, su madre; cuando vestía y obraba como príncipe de la música.
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