CRISTINA
TRIGO
Compartí casi un mes de asilo diplomático con Cristina
Trigo y salí al exilio en México junto a su hija María Soledad. Días antes
habían asesinado a su esposo, Marcelo Quiroga Santa Cruz, pero Cristina llevaba
el luto con discreción y dignidad, cualidades acendradas en la vida cotidiana
de la familia. Éste fue quizá el mayor problema de su vida, porque ha
determinado un peregrinar de más de tres décadas por la recuperación de los
restos de Marcelo. “Ella fue la pieza fundamental para que el ex dictador Luis
García Meza fuera condenado a la máxima pena por el asesinato del líder
socialista, y con la voluntad que la caracteriza está resuelta a cobrar una
cuenta pendiente: recuperar el cuerpo de su esposo, cuya desaparición es una
deuda en rojo que tiene la democracia boliviana”, dice un reportaje de Mónica
Oblitas publicado en la revista Oh!, de este matutino.
No es frecuente en ella hablar de sí misma; sin embargo
escribió una novela, La muerte de Gabriel,
de la cual dice palabras que describen cómo es ella: “Cuando algún ser querido
de Gabriel muere, él siente la muerte como suya y sufre mucho. Son, en
realidad, muertes virtuales. Lo que pasa es que cualquier escritor sale de él
mismo en todos los personajes que escribe; entonces, Gabriel puede que sea
parte mía. Tiene la misma sensibilidad, el mismo deseo de ir a vivir solo al
campo, el de no estar junto a mucha gente...”. Quizá sea tarea de la familia
rescatar la biografía de esta valerosa mujer, de los hijos de esta pareja,
Rodrigo y Marisol, o de alguno de los cuatro nietos, en especial de Sebastián
Antezana, que ganó temprano el Premio Nacional de Novela Alfaguara.
“Me enamoré muy joven de Marcelo, tenía 12 años... Él ha
sido el hombre de mi vida”, dice en el citado reportaje. Marcelo era
condiscípulo del hermano de Cristina. “Marcelo llamaba la atención por lo que
decía, por su conversación exquisita. Mucha gente me dice que era muy atractivo
y buen mozo, y también lo creo. Cuando después actuó en política, acá en
Bolivia, llamaba la atención de todos”, recuerda en el citado reportaje. Se
casaron cuando ella tenía 17 años y él 21. Fue un matrimonio por poder, porque
ambos se encontraban en virtual exilio y se radicaron en Santiago, donde nació
Marisol. Allí Marcelo escribió Los
deshabitados, que hoy figura entre las 15 novelas fundamentales de la
literatura boliviana. “Él vive en mí, está presente en todas las cosas que
hago, en todo momento... si, por ejemplo, tengo que tomar una decisión, pienso
qué haría Marcelo”, sostiene Cristina.
La vida de Cristina fue azarosa desde los inicios, debido
al siniestro calibre de los enemigos de Marcelo: los esbirros de la Triple A en
Buenos Aires, que le pusieron una bomba en el aula donde enseñaba, y los
dictadores militares que se sucedieron en Bolivia. En México, Marcelo enseñó en
la UNAM. “Era una persona que se daba totalmente, con una ternura y una
inteligencia tan grande. Estaba dispuesto a oír a todo el mundo. Cuando
discutíamos de algo, si yo tenía la razón me la daba, no se quedaba en su
posición de manera férrea. Era muy bueno, era de las personas que saben hablar
y saben escuchar”. Cuatro años después de su muerte, la revista alemana Stern publicó fotografías de Marcelo
desfigurado por las torturas. “¿Qué le habrán hecho? No sé, pero ese día sentí
por segunda vez la muerte de Marcelo. Yo me tuve que asilar, aunque no quería”,
recuerda Cristina.
Cristina no entiende por qué el gobierno de Evo Morales
no recupera de una vez los restos de Marcelo, pero su visión política es
ecuánime: “Evo Morales está haciendo cosas buenas para el país y cosas que a
veces no lo son tanto, pero esto de la nacionalización de los recursos
naturales me parece una magnífica medida para que el pueblo siga adelante y
Bolivia crezca”. En consonancia con su modo de ser tan discreto en lo personal
dice: “Quisiera seguir escribiendo, pero todavía no tengo nada para escribir,
siento que me he vaciado con el libro que he hecho, y además me ha salido tan
grande, no quería que sea tan larga la novela, pero así fue”.
ALEJANDRA RIVERA EID
Es ejemplar la actitud de Sandrita frente a la vida, pero sobre todo su
solidaridad con quienes llama “poblaciones vulnerables o en riesgo”, a las
cuales ha dedicado su vida como Psicóloga Clínica, en sus inicios profesionales
como orientadora y hoy como coordinadora de un posgrado de la Universidad de
San Simón para personas con discapacidad. Como Presidenta de la Confederación
Boliviana de Personas con Discapacidad (COBOPDI) y proyectista, coordinadora y
docente del Diplomado en Rehabilitación Basada en la Comunidad y de la Maestría
en Gerencia y Atención a personas con discapacidad, ha llevado sus
preocupaciones a la educación superior, sensibilizando por primera vez a
quienes nunca antes se habían acercado a la problemática de las personas con
diversas discapacidades. Uno de sus proyectos pendientes es la creación del
Centro de Investigación, Interacción y formación en la Temática de la
Discapacidad.
Hasta hace poco se podía escuchar su voz amable en el Teléfono
Confidencial para ayudar en casos de enfermedades de transmisión sexual y
VIH-SIDA tanto a distancia como en el manejo integral de los pacientes. Con ese
espíritu de servicio, apoyó a diversos programas como asesora del Club de
Diabéticos, centros educativos, SEDES, estimulación temprana de niños con
discapacidad visual y múltiple, estimulación temprana a neonatos, diseño de
cartillas educativas, Presidencia de la Federación Departamental de Personas
con Discapacidad hasta llegar a la Presidencia de la Confederación.
Su nombre es Alejandra Rivera Eid. Ha estudiado
Psicología en la UMSS; ha seguido el Curso de Entrenamiento para Líderes de
Personas con Discapacidad, con práctica en Discapacidad Intelectual, becada por
JICA a Tokio; el Diplomado Prevención Prenatal de Discapacidades, de la
Universidad NUR, Prenatal Bolivia/Fundación de Waal,Holanda; y la Maestría en
Gestión y atención a personas con discapacidad organizada en la UMSS por Tierra
de Hombres Holanda. Es además una madre ejemplar, con tres hermosos hijos.
SILVIA BARRÓN RONDÓN
No es fácil adivinar la entereza y el espíritu de lucha
detrás de esta mujer siempre serena, poco afecta al énfasis o las exclamaciones
de alegría o de tristeza. Uno la ve y justifica el refrán que dice: La
profesión va por dentro. Se llama Silvia Barrón Rondón y nació en La Paz el 24
de julio de 1946, pero sus estudios y su vida profesional y familiar los hizo
en Cochabamba. Es hija de Augusto Barrón y de Lidia Rondón, que engendraron
cuatro hermanos: Silvia, Marcelo, Gonzalo y Ana María. Tuvo dos hermanos de
padre: Fernando y Patricia (+), con quienes sostuvo una relación cordial. Quizá
su vida hubiera transcurrido entre los problemas cotidianos que todos sufrimos,
pero hubo uno que marcó la existencia de su madre: el asesinato de su hermano
Gonzalo en la calle Harrington, de La Paz, por los paramilitares del gobierno
del general García Meza el 15 de enero de 1981. Gonzalo está enterrado en el
Cementerio General de Cochabamba y tiene una piedra con una frase sencilla y
consistente: Morir antes que esclavos vivir. Lidia, su madre, se sintió tan afectada
por el asesinato que a partir de entonces esperó que se hiciera justicia para
ir al encuentro de su hijo amado, como que hoy yace en la misma tumba. Juan del
Granado la visitó en sus últimos días, cuando vivía de milagro pues sufría un
cáncer muy agresivo, y le pidió a Silvia que la mantuviera viva hasta que
saliera la sentencia contra García Meza y sus esbirros. Lidia escuchó la
sentencia, derramó un par de lágrimas y murió dos días después.
Era hija de hacendados de Tacopaya y vivió luego en La
Paz buena parte de su vida. Silvia recuerda que la familia vivió en Capinota
alrededor de un año y luego Lidia y sus cuatro hijos se trasladaron a Sacaba,
donde vivieron en casa de doña María Márquez, también mencionada en el presente
libro. Allí estudió Silvia en la Escuela Primaria Natalio Arauco y luego hizo
la secundaria y el bachillerato en el Colegio Santa María, de Cochabamba.
Prosiguió estudios en la Normal Católica y se graduó como profesora de Ciencias
Sociales, una vocación que le tomó 42 años de su vida.
“El problema más serio que pasé fue la muerte de mi
hermano; otros problemas son normales en la existencia. Me golpeó mucho, no lo
esperaba, y entonces comprendí que la política era de otro modo”, recuerda
Silvia. En 1974, junto a otras colegas jóvenes del Liceo Adela Zamudio,
iniciaron actos de resistencia contra la dictadura de Banzer; iban colegio por
colegio, como dirigentes sindicales, a denunciar los excesos del gobierno. En
1976, Silvia asistió a la fundación de la Asamblea Permanente de Derechos
Humanos y el Padre Julio Tumiri les recomendó que actuaran en forma
subterránea, en la clandestinidad. Cnco fundadores se reunían en casa de
Silvia. Su hermano Gonzalo había caído preso varia veces hasta que lo
residenciaron en La Paz y entonces ella asoció la lucha política con la
liberación de su hermano. Llegó la célebre huelga de hambre iniciada en La Paz
a fines de 1977 y Silvia se sumó a un piquete junto a Julieta Montaño y otras
compañeras. “La dictadura atravesaba su última fase pero aun así era duro
luchar contra ella”, recuerda Silvia. Por esos días se fundó también la Unión
de Mujeres de Bolivia (UMBO), para canalizar las protestas femeninas contra el
régimen y Silvia trabajó con clubes de madres, alrededor de 500 mujeres de la
Parroquia de Nuestra Señora de Loreto.
“Cada vez que lo apresaban a Gonzalo, mi mamá sufría y le
afectaba; mi hermano Marcelo vivía también a salto de mata. Pero llegó el golpe
de García Meza en 1980 y la cosa se puso peor. Gonzalo era dirigente de la
Confederación Universitaria Boliviana (CUB) junto a Henry Oporto y otros
dirigentes y al final terminó asesinado, dejando una viuda joven y dos
huérfanas. Esta dura experiencia me cambió, porque dejé el activismo romántico
de antes y quise incursionar, primero al FRI y luego al MBL por varios años.
UNA MADRE ABNEGADA
Lidia Rondón fue una madre abnegada y muy religiosa; se
había separado de su esposo y se consagró a sus cuatro hijos. “Se gastó la vida
en nosotros”, resume Silvia. Lidia tenía una filosofía distinta a la de sus
padres, pues tuvo dos hermanos que fueron ingeniero y médico mientras a ella
sólo le permitieron estudiar la primaria y luego a trabajar. A sus dos hijas
las educó en colegio particular, mientras sus dos hijos estudiaron en colegios
fiscales. “Mi madre trabajaba en Ferrocarriles, cuando era administrada por
extranjeros, y se rajó para que saliéramos profesionales. Los tres hijos
mayores trabajamos al mismo tiempo para aportar a la casa. Ella era profesora
de Religión en el Colegio Anglo Americano y en la Escuela Fiscal Melchor
Urquidi. Tenía un sentido muy religioso de la vida. La muerte de mi hermano fue
un golpe de gracia para ella, porque nunca más quiso sacarse el luto hasta que
se hiciera justicia; y pudo ver por televisión la lectura de la sentencia contra
García Meza y sus sicarios. A los dos días murió para estar junto al hijo que
tanto había amado”, recuerda Silvia y agrega: “Ella no era militante pero nos
apoyaba en la lucha política porque tenía un sentido de la justicia y la
igualdad. Sufría por sus hijos pero no dejaba de alentarlos. Cuando el golpe de
Banzer, supimos que Gonzalo estaba oculto en casa de Picucho (Jorge Trigo
Andia, más tarde rector de la UMSS). Nunca dejó de alentarnos. Con el golpe de
García Meza no lograron agarrarme, pese a que interrogaban a las presas para
conocer mi paradero, pero yo tenía un sistema efectivo, aunque mi madre tuviera
que cargar con mis hijos. Ella me ayudó mucho”.
LOS RESTOS DE GONZALO
Al día siguiente de los asesinatos de la calle
Harrington, el suegro de Gonzalo (don Gonzalo Landaeta), llamó desde La Paz
para advertir que él no había retornado a su casa y que quizá lo habían
apresado. Su suegra (doña Eva) y yo teníamos pensado visitar ACNUR para que lo
declararan refugiado y consiguiera salir al exterior, porque en el país no
podía trabajar ni vivir con su familia; pero a los quince minutos volvió a
llamar para decirnos que lo habían matado. “A mí me tocó avisarle a mi madre”,
recuerda Silvia. Era una misión muy difícil, pero había que viajar de inmediato
a La Paz para recuperar sus restos, y lo hicieron Graciela (su esposa), mi
mamá, mi hermana Ana María y yo. Al final partimos a las 6:00 del día
siguiente. Mi hermano Marcelo nos recibió en La Paz y me dijo que no podía
arriesgarme a que me apresaran. “Nos entregan el cadáver y luego te agarran, es
seguro”, advirtió. No pude ir a la morgue y retorné a Cochabamba a armar el
velatorio junto a Elizabeth Landaeta, la hermana menor de mi cuñada”, recuerda
Silvia.
Lidia tuvo que pasar un via crucis apoyada por jerarcas de la Iglesia, entre ellos Monseñor
Mestre, para recuperar los restos de Gonzalo. Lo vio a su hijo ensangrentado en
una mesa de la morgue, junto a Graciela y doña Eva, su madre, rodeadas por
esbirros que las amenazaban para evitar denuncias a la prensa. “Nos dieron un
certificado de defunción falso, que no constaba en ningún libro, como pudimos
comprobar cuando hicimos la declaratoria de herederos. Mi madre tuvo que
padecer horrores debido a las amenazas de los sicarios de García Meza”,
recuerda Silvia.
GRATOS RECUERDOS
Los mejores recuerdos de Silvia están referidos a su
profesión de maestra, que ejerció durante 42 años. “Me retiré el 2011, pero
tuve la alegría de educar a los hijos de mis ex alumnos, que también salieron
bachilleres. Mi norte fue siempre ser una buena maestra”, sostiene Silvia. Yo
la recuerdo en su año de provincia en el Colegio Secundario Víctor Ustáriz, de
Tarata, en 1972. Luego trabajó por largos años en el Liceo Adela Zamudio. “Era
como si el aura de doña Adela siguiera en el Liceo, porque al tomar una
decisión nos preguntábamos qué hubiera hecho ella. Las Directoras mantenían su
imagen y tuvimos una Directora muy valiente, la señora Leonor Navia”, recuerda
Silvia. “Un año nos propusimos que las chicas no siguieran solamente las profesiones
reservadas a las mujeres, sino que incursionaran en otras áreas, como
Tecnología. Hicimos un convenio con la Facultad de Ciencias y Tecnología de la
UMSS para que nos dieran cursos intensivos a los docentes del ramo, y
conseguimos que las chicas se matricularan no sólo en el Magisterio o en
Derecho, sino también en carreras de Ingeniería y otras. Era un equipo lindo,
maestras de la misma edad, con gran sentido de la profesión y conciencia
social”, resume Silvia.
También guarda los mejores recuerdos del Colegio Santa
María y, en especial, del Colegio Federico Froebel, donde enseñó por 16 años,
hasta su retiro, donde “acogían todas las iniciativas para mejorar la educación
y te apoyaban mucho”, concluye Silvia.
ESTELA RIVERA
Es una de las voces más bellas y mejor
timbradas del país. Es socióloga y tiene una enorme conciencia social, pero
halló su verdadera pasión en la música. Compuso letra y música de la “Cantata
Mujeres en la Historia de Bolivia”, de la cual reproducimos el poema a Las
Bartolinas; le puso música a los poemas de “La revolución de Cochabamba”, de
Javier del Granado; es autora de la “Canción del Alba”, la “Canción de la Madre
Tierra” y muchas otras canciones en ritmos latinoamericanos; y es intérprete de
sus composiciones de 1980 a 2012. Es investigadora del calendario de fiestas
populares de Cochabamba pero su fuerte innegable está en la defensa de los
derechos de las mujeres, que le ha inspirado biografías, poemas y cuentos. “Me
impactó muchísimo la huelga de las mineras, a la cabeza de Domitila
Chungara; recuerdo casi día a día cómo
cuatro mineras hacían caer a uno de los más terribles dictadores de América.
Recuerdo la muerte de Marcelo Quiroga. Viví la recuperación de la democracia
luego de García Meza, cuando iniciaba mis estudios en San Simón. Estuve en la huelga de hambre de San
Francisco y en muchas movilizaciones contra las dictaduras. Viví el retorno del
exilio”, resume Chelita y agrega: “Me impactó el proceso de cambio, vivirlo.
Ver caer las viejas estructuras de la exclusión y ser parte de la revolución
cultural y la irrupción de las organizaciones sociales y de mujeres campesinas
indígenas originarias. Estar presente en el Bicentenario de las Heroínas de
Coronilla para ayudar en la recuperación de las verdaderas heroínas olvidadas y
negadas: las cholas y campesinas de Colcapirhua, Tiquipaya, Quillacollo, Vinto,
Tarata y otros pueblos, floristas, comideras, verduleras, chifleras de vocación libertaria, que han hecho esta y
otras historias que el sistema se ha ocupado de tergiversar de diferentes
maneras y que hoy se levantan del olvido”.
Su nombre es Estela Mirian Rivera Eid. Es
hija de José Carmen Rivera Gutiérrez y de
Myriam Luz Eid Guzmán, que engendraron seis hijos: Selva Mirna,
Alejandra Leona, Juan José, Patricia Isabel, José Roberto y Angie. Tiene tres
hijos: Juan Ernesto Saavedra Rivera, Simón Alejandro y Nicolás Ramón Oporto
Rivera.
Se graduó como socióloga en la Universidad de
San Simón; estudió Dirección de Proyectos Culturales en el Ministerio de
Cultura de Madrid y ha asistido a Talleres de Formación Cultural en Bolivia, Argentina, Brasil,
Italia y España. Le pido que sintetice los problemas que enfrentó y dice: “La
ausencia de mis hijos en diferentes contextos. La muerte de mis padres. De
todas las otras guerras no guardo memoria”.
Ha dirigido el Taller Universitario de Música
Popular, el Taller La Maestranza y la
Cantata Popular. Ha sido presidenta fundadora de Música Esperanza, Organización
Mundial de Músicos e integrante del Centro Popular de Arte y Cultura y del Taller Latinoamericano de
Música Popular; dirigente universitaria, fundadora del Frente Libertario
Primera Línea, Oficial Mayor de Cultura de nuestra Alcaldía y actualmente es
titular de la Dirección Departamental de Culturas y Descolonización de la Gobernación.
A pedido, me envió una nota en la cual señala el día de su nacimiento: “En Tarija y
Vallegrande y el 18 de octubre día de san Lucas, día universal de
los artistas”.
MARITÉ ZEGADA
Serenidad y sencillez son los atributos básicos de esta
notable observadora del campo político y los movimientos sociales, la única
socióloga e investigadora en el Centro Cuarto Intermedio. Sus columnas de
análisis político, que publica con regularidad, destacan por el examen
desapasionado de los campos de conflicto, y quizá por eso uno intuye que la
lección mayor de un analista es el examen objetivo y desapasionado de las
fuerzas que concurren en una coyuntura para vislumbrar los escenarios posibles.
Se llama María Teresa Zegada. Es socióloga; se casó con
Marcelo Salinas y es madre de familia. Sus obras mayores se concentran en el
presente siglo. El libro La democracia desde los márgenes: transformaciones en
el campo político boliviano (María Teresa Zegada con Claudia Arce, Gabriela
Canedo y Alber Quispe, ed. Muela del Diablo con auspicio de CLACSO, 2011) es
acaso el trabajo de equipo más lúcido para entender el proceso de cambio
actual, plasmado en la nueva Constitución Política del Estado, con dificultades
obvias en su implementación.
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