sábado, 27 de agosto de 2011
El testamento de Víctor Hugo Viscarra
El testamento de Víctor Hugo
Viscarra
Vìctor Hugo Viscarra era un escritor bohemio cuya obra ha sido traducida a
varios idiomas y cuya memoria es objeto de culto y tiene lugar preferente en
las publicaciones culturales. Pocos saben, sin embargo, que vivió un tiempo en
Cochabamba y que gozó de la hospitalidad de Alfredo Medrano y de Sara María
Vázquez, quien lo recuerda con afecto. Los admiradores de Viscarra se llenaban
la boca con sus anécdotas sobre su vida en la calle y su dormitorio a la
intemperie, pero no se acordaban de darle techo y comida como lo hicieron
Alfredo y Sara María durante al menos tres años, alrededor de 1985. En el
estudio de Alfredo, Vìctor Hugo escribió su Diccionario de Coba, precedido por
un estudio de Waldo Peña Cazas. Lo cierto es que antes de morir publicó su
testamento, donde menciona a este servidor. Dice lo siguiente:
Víctor Hugo Viscarra. Ante la proximidad del momento en que yo deberé marchar
en pos de horizontes más halagüeños y promisorios, y como dicen que es menester
y obligatorio dejar a quienes se quedan con lo que no podremos cargar hasta
nuestra fosa, me he visto obligado a redactar una especie de testamento donde
haré constar, cláusula por cláusula, la manera en que mis "bienes"
–es mi voluntad– deben ser distribuidos, cosa que, después de muerto, no hayan
quejas, peleas, litigios o desavenencias que puedan enturbiar mi paso de este
mundo al otro. Para expresarlo mejor, ya que en vida nunca me dejaron en paz –y
conste que yo soy paceño–, quiero que al menos en muerto me dejen morir
tranquilo. Y a todo esto, cuando uno se va para no retornar, ¿por qué siempre
tiene que dejar constancia de sus bienes? ¿Será para apantallar a los demás
demostrando lo que uno tiene y los otros no? ¿Acaso es un formulismo que hay
que llenar para acceder al Purgatorio?Recuerdo los casos de aquellos carnales
míos que, viviendo en paupérrimas condiciones y privándose aún de lo necesario,
una vez difuntos hicieron conocer a los moros y a los que no lo son, que eran
poseedores de ingentes fortunas que fueron aprovechadas por las primeras aves
de rapiña que llegaron hasta esos botines. Demás estaría el agregar que ellos
fueron enterrados en fosas comunes y hoy tan sólo viven en el estómago de los
gusanos que los devoraron, aunque ellos fueron más huesos que carne por las
innumerables dietas forzadas a las que voluntariamente se sometían. Hace mucho
tiempo –según cuentan las crónicas– un avaro de esos, consciente del peligro
que corría su fortuna ante la proximidad de su deceso, recibió el consejo de
que, antes de morir, se la comiese o se la bebiese. Y él, ni cojo ni manco,
hizo caso y, claro está, murió porque los billetes ingeridos le causaron tal
congestión estomacal que su agonía, dicen, fue terrible. Es por eso que, cuando
aún me quedan fuerzas para redactar la repartija de mis bienes, los entregaré
de acuerdo a las necesidades de mis herederos y las posibilidades mías.
Empecemos. Todos mis libros, absolutamente todos, los dono a la Biblioteca de
Alejandría, puesto como los he perdido irremediablemente, presumo que a ese
lugar han ido a parar. Aquellos libros que presté y no me los devolvieron, ¡ojalá!
les sirva de mucho a los que, sufriendo de amnesia, no recordaron que dichos
textos tuvieron un dueño original y si en un principio me sirvieron como guías
y educadores, tengo la remota esperanza de que a ellos, a esos ex amigos, los
saque del estado de analfabetismo ancestral en el que yacen. Los textos que me
fueron robados, ignoro a qué manos han ido a parar, quedan en calidad de
perdidos, porque, ya que no pude hacer nada para retenerlos, menos puedo hacer
para recuperarlos. Mis pensamientos los cedo a la humanidad entera, no para que
los aprovechen sino para que aprendan cómo en el más completo estado de
abandono, un ser humano puede cultivarse y educarse sin pasar por institutos,
universidades, simposios, congresos, postgrados, maestrías y demás tucuymas.
Todas mis deudas se las dejo generosamente a mis acreedores, porque sabiendo
que yo vine al mundo sin traer nada ¿cómo voy a tener algo para pagar deudas a
otarios y prestamistas? Ya lo decía mi ex amigo Ojo de Vidrio: "El deber
es de caballeros y el cobrar es de cholos". Además, ¿por qué tendría que
pagar algo si no recuerdo haber recibido préstamo alguno? Lo que sí sé es que
cada obrero es digno de su salario. Por lo tanto, lo único que hice fue
cobrarme las lecciones que les di, pues, desasnándolos, los culturicé un poco
(digo "un poco", porque tampoco puedo hacer milagros volviéndolos
genios en dos patadas y un t’ajlle) y ese tipo de vocación de servicio no tiene
precio conocido. Las pocas ropas que poseo son sólo para mí, porque si las cedo
a alguien, ¿con qué voy a cubrir mis desnudeces? Tuve mucha ropa y gran parte
la he obsequiado. Otras las presté y no me las han devuelto. Las más fueron
"nacionalizadas" apenas yo abandonaba aquellos refugios espontáneos
donde, en las noches y en los días, iba a reposar mi cansancio. Si bien en
muchas oportunidades yo me jactaba de poseer buenas colecciones de prendas de
vestir, también existen fechas como la presente, cuando las madrugadas me
sorprenden vistiendo tan sólo una muda de ropa. Por eso es que determino que
mis pobres harapos los dejen conmigo. Que no se los lleven, que me permitan
conservarlos. Aunque, claro está, si a alguna persona les son de utilidad
todavía, se las entreguen, que yo, solidario como el viento que sopla por igual
a los mortales, animales y minerales, creeré haber encontrado en ese viento
generoso, el abrigo que cubra mis partes púberes y caliente mis anquilosadas
extremidades. A los que se jactaban y se jactan todavía de ser mis enemigos,
les dejo mi perdón, con la certeza de que jamás tomé en cuenta sus
malevolencias. Siempre supe que es mejor no vivir amargado colocando una venda
de indiferencia a los ultrajes recibidos, perdonar agravios e injurias para
reconciliarse con Dios y con el diablo y, por ende, con la propia naturaleza.
Mi pobre corazón, hecho pomada desde los tiempos en que éramos ingenuos y
cándidos y con el que recorrimos los caminos de la frustración y el desengaño,
lo dejo a todas aquellas personitas que se divirtieron hasta el cansancio con
sus artimañas y juegos sentimentales. A esas personitas que supieron poner en
práctica sus ardides y mañas femeninas, lastimando a su gusto mis pálidos
estertores personales, para dejarme llorando mi desconsuelo en cantinas y
chicherías, donde estúpidamente yo moría ahogado en ingentes cantidades de
licor, resucitando en medio de mi tragedia y volviendo a morir, mientras ellas,
felices y contentas. Sólo a ellas les pertenecen los guiñapos de mi devaluado
corazón, los restos que quedaron de mi compañero de caminos y amaneceres. Si
ellas, que fueron, son y serán siempre para mí las criaturas más bellas que
poblaron la tierra, desean guardar leve memoria del único ser que las ha
adorado como a diosas, desde donde yo esté, siempre irá para ellas una oración
de agradecimiento porque, con sus besos, sus mimos y sus desdenes, sus burlas y
sus palabras melodiosas, lograron darme el aliento y fuerzas necesarias para
que yo persista en se camino pedregoso de pretender ser amado, sin reconocer
que amar era algo que yo nunca había aprendido.
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