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lunes, 14 de mayo de 2012

HEROÍNAS DE AYER, HOY Y SIEMPRE


ALMA DE TRIGO BLANCO
Por Jaime Zabaleta Meneses
A
Era ella de la estirpe
De Santa Teresita
Alma de trigo blanco
Predestinado al día
Tuvo luz
Abrió sus sendas de oro
Sobre colinas blancas
Acariciaba el suave
Plumaje de las aves
Todo lo que tocaba
Floreció en su camino

D
Ella se fue en la tarde
Allí terminó el día
Después no florecieron
Las rosas del verano
Tuvo luz
Se abrió como una flor
Inmensa en el vacío
Llenándolo de amor
De perfume
De trigo
Tenía la belleza de los montes nevados
Todo lo que tocó
Floreció en su camino.


Apuntes para una biografía de mi madre
Héctor Cossío Salinas
1
Madre: cuando nací tenías
Un corazón de prolongada pena.
Un martirio sin música, obediente
A mi duro cuidado, fatigaba
El frío innumerable de tus sienes.
Desde tu gracia plena y luminosa
Recuerdo que la miel nació contigo.
Tus labios esparcidos en la atmósfera
Dictaban un lenguaje de suspiros.
¡Primorosa manzana del secreto!
Cuidadora del sueño, arquitectura
De las celestes mieses, de los altos
Senderos, de las luces más puras.
Angélica tu imagen arcangélica…
Yo buscaré lo que al amor le falta,
Lo que a volar empieza sin ventura,
Lo que a tornar mueve tus lágrimas.
Resucita la sombra que te duerme
--claro rocío, forma de alabastro,
Nacimiento profético de albura—
En el cauce preciso de tu mano.
Aun encuentro en la noche tu palabra
Ternísima y ligera de las cosas,
Guardándome el destino de la abeja,
El del pétalo manso entre las rosas.
¡Ah, pájaros del huerto, si tu risa
No fuera más perfecta, comprensible
Para todos mis actos, para todas
Las ansias que de tu pecho viven!
Te concibo en presencia y condición
De orígenes: sonrisa en la legumbre,
En el mandil de lino y en el pan,
En el “ven, no te ocultes” y en la lumbre.
Donde yo vivo, madre, estoy contigo,
Con tu dictado de paciente vuelo.
Tu diligencia por regar las plantas,
Hoy riega, con amor, mis pensamientos.
Cabe tu mano un nido de palomas,
Una gavilla de luciente trigo.
Por tu sabia vigilia vespertina
Será más fresco el pan, será más limpio.
Subiré donde estés, donde mañana
Tu madrugado corazón me arrastre,
Pues en tu ausencia mi mortal conjunto
No encontrará precisas claridades.
Me allegaré a tu frente de rodillas
Respirando el destino de los líquenes,
Absorbiendo el suceso de tu vida,
¡reclamando el mandato que me diste!...

JUANA RODRIGO
¿Quién conoce a Juana Rodrigo? Era la esposa de José Santos Vargas, el Tambor Vargas, en los años cruciales de la guerrilla de la Independencia en Ayopaya y los valles vecinos. Se sabe que nació en Mohosa y que se retiró junto al Tambor a vivir en una sayaña ubicada en Chacarí, frente al cerro Chicote, una vez fundada la República. El Tambor probablemente murió molesto porque no encontró editor para su Diario de combate. Apeló hasta el gobierno de Belzu a bachilleres y doctores bien acomodados en la nueva República, pero afortunadamente nadie quiso corregir el manuscrito, menos editarlo, y se hubiera perdido en el olvido sin la devoción de don Gunnar Mendoza, que lo rescató y publicó ya en la década del 50, y los posteriores estudios de la historiadora francesa Marie-Danielle Demélas. En estos días se editará una novela mía titulada La sombra del Tambor, basada en ese Diario y en los estudios de Marie-Danielle, pero es sintomático que hayan pasado dos siglos antes de que un escritor se interese por ese relato vibrante de las peripecias de héroes desconocidos porque eran humildes y se apoyaban en la presencia invaluable de los indios.
Juana Rodrigo es una de las pocas mujeres mencionadas en el Diario del Tambor Vargas, en medio de una maraña de varones. Otras son “madamas” que ocasionaron las más temibles incomodidades a sus hombres, como ocurrió con Manuelita Villanueva, que “traicionó” al comandante Eusebio Lira con el Subdelegado realista Oblitas; o Basilia Crespo, que entregó a Pedro Terán, su marido; o Manuela Durán y Hermenegilda, madre e hija de Lira, o María Martínez, que sólo figura como nueva “madama” de Lira; o Manuela Navarro (alias la Gordita), o Remigia Navarro, madama del general José Miguel Lanza. 
Lo que sigue es un capítulo de La sombra del Tambor, que imagina las tribulaciones de Juana por la suerte del Tambor, su esposo y padre de sus hijos.

LAS TRIBULACIONES DE JUANA RODRIGO
--Aquí peinamos trenzas para cuidarnos de la mala leche. Pensamos que las vueltas del cabello sirven para despistar a los enemigos, para evitar que se lleven tu forma de ser, tu firmeza de carácter, tu sentido materno, tu fidelidad de mujer, tu solidaridad de esposa, que se los lleven y no te los devuelvan. Los hombres no peinan trenzas, por eso es fácil engatusarlos.
Volvió a encerrarse en sí misma, como si yo no existiera, pero no aguanté más y dije lo que me provocaba decir.
--Estás enojada conmigo, ¿no?
--Bah, ¿por qué tendría que enojarme?
--No sé… Quizá pensaste que tu marido y yo…
--¿Vos qué? –me desafió--. ¿Vos qué?
Esta vez me miró y sus ojos me escrutaban cálidos pero distantes.
--Yo nada, te lo juro.
Concentró todo su ser en la mirada para decirme:
--No conoces ni por el forro la vida que llevamos acá, con esa gente siempre al acecho, al abrigo del monte, pendiente de una infidencia para ver a mi marido cargado de cadenas y conducido a la muerte. Nada de eso sabes, pero te metes en nuestra cueva, como una perra.
--¡Pero yo no he hecho nada malo! –protesté.
--¡Triste es tu vida si haces algo!, ¿me oyes?, porque vos eres de esas que vienen a joderlo todo y luego se van, como si nada, pero nosotros nos quedamos y vivimos aquí, en esta choza, cuando se puede, porque luego hay que escapar, el hombre por delante para que no lo maten, y una cargada con los hijos, pensando en qué les va a dar de comer.
--Te juro, no fue jamás mi intención…
Me miró y suavizó un tanto la mirada.
--No me hagas caso. Pobre hombre. ¿Cuántos días que está por acá, entre nosotros? No serán ni dos semanas. Luego no sabré nada de él, sólo que llegó un coronel de Salta, siempre de paso, y lo nombró comandante de esta zona, mirá el favor que nos hizo, cuando estamos rodeados por el enemigo y eso nos obliga a desenterrar las armas y ocultarlas al abrigo del monte, donde sólo él lo sabe. ¿Vos te imaginas lo que es dormir junto a él y despertar a media noche porque eres parte de su pesadilla? Él vive cabalgando, día y noche, todos los días, todas las noches, cabalgando y huyendo en una yegua de ceniza. Y entonces tienes que despertarlo y consolarlo, empaparte con el sudor de sus cabellos, y sentir que vuelve a conciliar el sueño, aferrado a ti como alguien que presiente su muerte todos los días.

No sabía qué decirle. Un silencio espeso se abatió sobre la escena.
--¿Has dormido alguna vez con un muerto? –preguntó--. Yo conozco a muchas mujeres de por acá que hoy durmieron con sus hombres y al amanecer los perdieron para siempre. Primero viene la incertidumbre: ¿Dónde estará?, ¿Se habrá disgustado por algo?, ¿Seguirá vivo?, ¿Enfermo, quizás?, ¿Muerto en combate?, ¿Ajusticiado? Ya llegará la noticia y pocas veces será buena. De pronto llegará de vuelta pero herido o enfermo, y entonces tendrás que ingeniártelas para curarlo sola, porque aquí no hay curanderos, y si los hay, no están disponibles, no los encuentras o se murieron.
Bebió un sorbo final de su infusión y me tomó de la mano para preguntarme:
--¿Vos aguantarías eso?
Se incorporó para recibir mi tutuma y echar los restos de la infusión a la tierra apisonada del piso. Luego recogió el plato con tostado y puso una olla de agua para que hirviera.

Semanas después, amanecía cuando escuché los murmullos de una lucha sorda que acabó con la paciencia de José Santos, al parecer muy disgustado, y con la brusca salida de Juana a la intemperie. En realidad, estaba a punto de amanecer pero ni siquiera cantaban los chingolos ni el gallo, que seguía dormido en una de las ramas del higuero. José Santos salió también pero no en busca de Juana sino de su mulo. Al parecer lo ensilló de inmediato y se fue al galope. Busqué mis botines y salí a las aguas del arroyo. Vi en sus orillas a Juana, que miraba absorta la corriente de agua, y como no me había dado ni siquiera los buenos días, pensé que algo la preocupaba.
--¿Ha ocurrido algo? –pregunté.
--Nada, ¿por qué?
--¿Estás preocupada?
--Todo el tiempo vivimos preocupados aquí –dijo Juana.
--¿Hay un motivo nuevo?
Juana calló, ya había atado sus trenzas y volvía con paso resuelto a la cocina. Un momento después me llamó para ofrecerme una infusión de cedrón y ella se sirvió otra. Las dos soplábamos el líquido caliente y lo bebíamos. Ya no había empanizado, pero las diestras manos de Juana lo sustituyeron con una hierba que endulzaba el líquido. Por fin, Juana rompió el silencio.
--Estoy preñada otra vez.
No pude evitar la memoria de los gemidos y murmullos que oí en el cuarto.
--¿Estás segura?
--Claro.
--¿De cuánto?
--De tres meses.
Hice una composición de lugar: adentro dormían dos varoncitos y llegaría el tercero. ¿O sería mujer?
--Ni Dios lo quiera. Ser mujer es una maldición en estos lugares.
--Aquí todo parece sano.
--Menos la muerte.
Como para confirmarlo, José Santos hizo quizá demasiado ruido al volver con su mulo. Se presentó en la cocina contigua con sus arreos de montar, dio los buenos días sin mirarnos y se dirigió al corral ubicado como a cien metros, donde un mulo apuraba un amarro de hierba. Luego retornó llevando de la brida un mulo ensillado, buscó a Juana con la mirada huidiza y le dijo:
--No me esperes.
Montó y partió sin decir nada más.
--¿Adónde va? –preguntó María.
--A buscar refugio, o a que lo maten.
--¿Así es todo el tiempo?
Juana se encerró en un mutismo sin tregua.
ANA FERRUFINO DE BLANCO
Era hija de Ignacio Ferrufino, mártir de la Independencia en 1810, y se casó con el general Pedro Blanco Heredia (que en la lista oficial de Presidente figura, por equivocación, como Blanco Soto). El general Blanco había sido distinguido tras la batalla de Junín por Simón Bolívar, pues comandó un escuadrón de caballería junto a Francisco Suárez (bisabuelo de Jorge Luis Borges) y José Olavarría; y en la batalla de Ayacucho cayó herido y tuvo que permanecer durante seis meses en un pueblo cercano para reponer su salud. Muchos oficiales bolivianos participaron de la expedición del Presidente peruano Agustín Gamarra a Bolivia, para derrocar al Mariscal Sucre, entre ellos José Ballivián y Mariano Armaza; sin embargo, sólo de Pedro Blanco se dijo que tuvo entendimiento con Gamarra. Blanco fue Presidente de Bolivia durante cinco días, pero fue tomado prisionero y victimado en el Convento de la Recoleta. Hasta aquí el general, pero ¿su esposa y sus hijos? Esta es la historia de Ana Ferrufino de Blanco.
Corría el año 1843 cuando el Rector del Colegio Nacional Sucre, el Dr. Lucas Mendoza de la Tapia, se sorprendió de ver a dos de sus mejores alumnos trabajando de aprendices de carpintero. Habían dejado sus estudios porque tenían que contribuir a la mantención de un hogar pobre, presidido por su madre viuda. El Dr. Mendoza de la Tapia costeó los estudios de ambos jóvenes con los sueldos devengados en el Tesoro de Instrucción, y con el tiempo fueron destacados profesionales y hombres públicos. Eran Federico y Cleómedes Blanco Ferrufino, hijos del ex Presidente Pedro Blanco y de la señora Ana Ferrufino.
No se sabe más de esta ilustre señora, que pide a gritos una reivindicación para ella y la memoria de su ilustre esposo.

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